sábado, 26 de mayo de 2012

EL MIEDO


EL MIEDO

Esta vez daré inicio al comentario con las intervenciones que surgieron en los últimos minutos del café filosófico moderado por Oliver, una vez concluido el ejercicio de argumentación dirigida. Dos ideas me llamaron la atención y quedaron retumbando en mi cabeza, de modo que decidí darles el protagonismo exigido. Una es la matizada comparación entre miedo a lo no experimentado y miedo a lo desconocido. Otra es el esfuerzo que implica vencer el miedo. Rumiando sobre ambas ideas fui a parar a un autor quizá poco conocido en los círculos filosóficos académicos, en los que veo como una pérdida la escasa atención concedida a pensadores orientales como el que traigo a colación: Juddi Krishnamurti. He de reconocer, en cambio, que lo acabo de descubrir y no puedo considerarme una entendida en su filosofía; pero lo que he leído en sus libros ha sido suficientemente relevante como para concederle un lugar privilegiado en mi elenco personal de autores favoritos.
Juddi nos arroja a un primer desconcierto cuando afirma: “El miedo existe mientras hay acumulación de lo conocido” (La libertad primera y última, 86). Y aún sacude un poco más nuestros esquemas mentales occidentales con esta otra sentencia:
El miedo no puede vencerse mediante ninguna forma de disciplina o resistencia. […] Tampoco  puede uno librarse del miedo buscando una respuesta, o por medio de una simple explicación  intelectual o verbal. (197)
¿No es sorprendente la forma en la que anula dos de las ideas más arraigadas sobre nuestra percepción del miedo, a saber, que el miedo es a lo que no se ha conocido o experimentado aún y que superarlo implica un esfuerzo? (Pienso, por cierto, en las terapias de corte cognitivo-conductual, que aplican ciertos ejercicios de exposición o de racionalización para que el paciente supere alguna fobia. Inevitablemente eso implica un trabajo, un esfuerzo.)
Vayamos por partes. Cuando hablamos del miedo no estamos especificando a qué tipo de miedo nos estamos refiriendo, ni en qué grado. Muy acertadamente se reparó en que entre el miedo, el temor, el pavor, el pánico, etc, existen diferencias de grado que se traducen finalmente en distintos niveles de parálisis, añadiría yo. Me atrevería incluso a apuntar que esas diferencias de nivel se relacionan con la distinta naturaleza de aquello que se teme. Se pueden temer hechos concretos, conceptos o ideas.También se matizó que el miedo puede dirigirse a muchos objetos, acciones o conceptos como origen y causa de su aparición: miedo a las arañas, miedo a volar, miedo social o miedo a los otros, miedo a la muerte. Pero, ¿qué tienen en común todos estos tipos de miedo? Juddi nos da una respuesta convincente a esta pregunta. Lo que todos los miedos comparten es su carácter relacional, el hecho de que  el miedo no puede existir aisladamente como una abstracción, sino siempre en relación a algo. La misma estructura lingüística lo refleja  con el uso de las preposiciones “a”/”de” que acompañan al sustantivo miedo para poder completar su sentido: Miedo a esto o miedo de aquello. Y eso refleja que el miedo se basa principalmente en la relación doliente que establece el sujeto que teme con el objeto temido.
El miedo a las arañas está basado en una relación nada placentera del fóbico con el insecto en cuestión. En este caso se trata de un objeto claro con el que sí puede haber entrado en contacto la persona previamente. Una mala experiencia con una araña puede haber desencadenado un miedo enquistado o fobia que es capaz de hacer revivir el miedo ya sentido en una determinada situación aun cuando no esté presente ya ninguna araña.
El miedo a volar consiste en una relación llena de displacer que establece el individuo con el concepto de volar. Puede no haberse metido jamás en un avión, pero tiene referencias suficientes (relatos de otros, lecturas, imágenes televisadas) para saber en qué consiste y anticiparse a sus posibles sensaciones de hallarse en ese contexto. No ha habido experiencia de volar, pero sí ha habido inferencia suficientemente fundada para saber que esa experiencia no la quiere en su vida y que le produce miedo.
El miedo a la muerte  es el miedo a una idea. La muerte significa el fin de nuestra persona, sostén que posibilita  toda sensación placentera (también dolorosa) y resumen de todo lo que somos. Nadie que haya experimentado la muerte puede ya contarlo. Aunque sí que parece haber experiencias cercanas a ella, sobre todo en casos de enfermedades reversibles, trágicos accidentes o episodios catatónicos, no podemos considerarlas experiencias de la muerte como tal. No se conoce a nadie que haya resucitado y nos haya confirmado racionalmente lo que ha pasado en ese tránsito. (La fe en la resurrección de Cristo no puede defenderse racionalmente y aquí estamos haciendo ejercicios racionales, lamento la decepción…). Sobre la muerte no hay más evidencia que el cadáver inerte, pero quien pudiera haberla vivido ya no puede referirnos nada al respecto.
Volvamos pues a nuestra senda. Acabamos de ver cómo el miedo puede estar provocado por un hecho, un concepto o una idea. Sobre el hecho hay experiencia directa, sobre el concepto hay experiencia diferida, sobre la idea hay inferencias únicamente. Los tres tipos de miedo, según mi punto de vista, establecen también gradaciones posibles. Es más fácil perderle al miedo a una araña que a la muerte. A la araña tendremos ocasión de encontrárnosla y quizá algún día estemos fortalecidos contra ella y no temblemos ante su presencia. La muerte planeará siempre sobre nuestras cabezas como un insondable inquietante y perturbador. Si pudiéramos ver a la dama de la guadaña como relatan los cuentos quizá encontraríamos el modo de burlarla. Apunto esta idea de que se podría establecer una gradación del miedo según su origen sea un hecho, un concepto o una idea. Sólo lo apunto, porque hay otros factores que lo complican. El miedo se acumula, el miedo engendra más miedo, el miedo dirigido a algo puede girar en un bucle y acabar convirtiéndose en miedo al miedo, y un largo etcétera. Pero no es mi intención hacer un análisis psicológico del miedo. A donde quería llegar es a que la experiencia o falta de experiencia  no parece ser el desencadenante de todos los tipos de miedo. Ni siquiera el factor principal. Retornemos a Krishnamurti y su insólita afirmación de que el miedo es siempre a la acumulación de lo conocido. Lo que temo es perder aquello que conozco (y lo conozco porque lo he vivido o experimentado en primer lugar), que desaparezca el cúmulo de cosas que me brindan satisfacción habitualmente, que se esfume para siempre la fuente de mi placer.          
Conocer es tener ideas, opiniones sobre las cosas, tener un sentido de continuidad de lo conocido, y nada más. Las ideas son recuerdos, resultados de la experiencia, la cual es respuesta al reto. Siento temor de lo conocido, lo que significa que temo perder personas, cosas o ideas, que temo descubrir lo que soy, que temo hallarme sin saber qué hacer, que temo el dolor que pudiera sobrevenir cuando haya perdido o no haya ganado, o no tenga más placer.  (85)
La vida es contingente y cambiante. Nosotros tendemos a acumular cosas para resistirnos a ese cambio permanente y es entonces cuando surge el miedo por perder todos esos pertrechos con los que nos hemos provisto; por tanto el miedo surge por la “no aceptación de lo que es”. Nótese que esta afirmación de nuestro autor es igualmente abrazada por los filósofos estoicos, algo que veremos más adelante.
¿Hay que vencer el miedo de alguna forma? Según Krishnamurti el proceso de intentar vencer el miedo nos conduce a más miedo, autoprotección y necesidad de seguridad frente al mismo, lo cual recrudece el miedo porque nos aleja de su comprensión. Estableciendo defensas contra un temor acabamos creando más conflicto. Querer eliminar, suprimir, sustituir el miedo crea más resistencia al mismo. La única vía es la de su comprensión, para lo cual tenemos que ver, sentir y experimentar con claridad aquello que tememos.  El medio más eficaz es afrontar el hecho, entrar en relación directa con él, en perfecta comunión con lo temido. Ahora se entenderá mejor por qué puedo enfrentarme más fácilmente al miedo ante un hecho que al miedo ante un concepto o idea, pues es difícil estar cara a cara con lo que sólo existe en mi mente.  Como se ve, la vía privilegiada de afrontamiento señalada es la emocional frente a la racional, la comprensión frente a la acción. 

¿Qué ha dicho la filosofía sobre el miedo? El miedo a la muerte aglutina todos los miedos posibles por ser la pérdida más radical, la del propio ser. Además, es una de las preguntas fundamentales que se plantea el ser humano, aquella sobre la razón de la existencia y la condición finita y limitada de la propia vida. De mano del filósofo Luc Ferry haremos un recorrido por algunos de los hitos más importantes de la historia de la filosofía fijándonos exclusivamente en la respuesta que han dado los filósofos en diferentes momentos históricos a esta pregunta tan fundamental: ¿qué puedo hacer con mi miedo a la muerte? Y en nuestra singladura comenzaremos por los estoicos. No es desdeñable la similitud existente entre estos filósofos y la filosofía budista. En último término debo dirigirme hacia la aceptación de lo que es, sentirme reconciliado/a con los hechos y con lo que me rodea. Para los estoicos el mundo muestra una composición perfecta, como fiel reflejo de la naturaleza; cada cosa se encuentra ocupando su justo lugar. Un hecho luctuoso también forma parte de la armonía del mundo, por lo tanto es absurdo ofuscarme o entristecerme por ello, pues hay una razón (logos) que lo explica y justifica. La naturaleza es cambiante, todo está sujeto al orden temporal. En este constante devenir es muy frecuente que el ser humano busque asideros en el pasado, aferrándose a los recuerdos, o en el futuro, esperanzándose con planes venideros. Pero ambas cosas echan a perder lo único que es real y debería interesarme: el momento presente. Séneca en sus Epístolas morales a Lucilio sentencia:
Hay que guardarse de estas dos cosas: el miedo al porvenir y el recuerdo de antiguos males. Estos últimos ya no me conciernen y el porvenir aún no me concierne.
Igualmente insistió sobre esto Marco Aurelio en sus Meditaciones. Oliver ha mencionado en más de una ocasión la pragmática explicación epicúrea de por qué el absurdo de temer a la muerte; en cierta medida también basada en esta idea estoica y budista de vivir el momento presente sin preocuparse por el devenir.  Afirma Epicuro que la muerte no ha de temerse pues mientras existimos ella no está y cuando viene nosotros ya no existimos. Para los estoicos, además, la muerte no es el fin, sino un tránsito de una vida personal a otra naturalizada en la que nos unimos con el orden del cosmos como fragmento impersonal del mismo.
Las similitudes entre el estoicismo y el budismo continúan también en la filosofía del desapego. Epicteto insiste en la necesidad de romper rápidamente con las cosas y las personas a las que nos apegamos, pues todo ha de desaparecer tarde o temprano. Soltar lastre se impone como una necesidad en un mundo en el que no hay nada estable, salvo el hecho de que todo va a desaparecer. Como indicaba Krishnamurti, el exceso de acumulación de lo conocido y, sobre todo, el apegarnos a ello es lo que nos produce miedo, y una vida con miedo no es una vida feliz.

A uña de caballo seguimos nuestra senda, esta vez deteniéndonos brevemente en la filosofía cristiana. Esta vez el miedo del hombre ante las vicisitudes de la vida y la muerte es contrarrestado por el amor. El amor a Cristo, hombre que murió sacrificándose por nosotros y obtuvo la recompensa de la resurrección de la carne; y el amor de las cosas en Dios. Veamos qué se entiende por amor en Dios según las palabras de San Agustín:
            Señor, bienaventurados aquellos que te aman, que aman a su amigo en ti y se convierten en rivales por tu amor. Pues el único que no pierde a uno solo de sus amigos es el que los ama en Aquel a quien jamás se puede perder. ¿Y quién es Aquel sino nuestro Dios? […]Nadie te pierde, Señor, mas que quien te abandona.
Nada se pierde si se mantiene la fe en Dios y se ama a los seres queridos en Dios, es decir, se los ama por lo que de inmortal hay en ellos, por lo que tienen de similar con Dios. Ahora ya no es la razón la herramienta esclarecedora, sino la fe y la esperanza en un ser personal y superior que nos garantiza la vida eterna, no ya diluyéndonos en un todo cósmico como en el estoicismo, sino manteniendo nuestra persona y la de nuestros seres queridos intactas.

La modernidad hizo tambalearse los cimientos tanto de la antigüedad clásica como del cristianismo. Grosso modo ni la armonía de la naturaleza ni un ser supremo están ya legitimados para proveer las respuestas y calmar el miedo a la muerte. La transformación fue lenta, no exenta de revoluciones empero, y los autores numerosos, pero todo ello puede resumirse burdamente en la idea de que a partir de entonces será el hombre el centro de toda respuesta (emblema del humanismo). Si bien no desaparecen las religiones y muchos de los filósofos modernos son religiosos, la esperanza recae en un método nuevo y muy prometedor, capaz de explicar el mundo y de descubrir las leyes que rigen el universo en su conjunto. No habéis fallado, se trata de la ciencia moderna. Si ya no podemos mantener la creencia en la vida eterna, al menos nuestro entendimiento basado en una razón laica nos permite comprender mejor la vida terrena, sus leyes y relaciones de causa-efecto entre los fenómenos. Si ya no cabe la aceptación estoica ni la resignación cristiana, sí el deber moral basado en la condición humana y su dignidad, esencialmente igual en todos los hombres.   Podríamos hablar de autores como Descartes, Kant; científicos como Galileo o Newton. Por preferencia personal, en cambio, me gustaría hacer un alto en Spinoza, por ser un autor que concedió justa importancia a los afectos en su filosofía, algo que desde Descartes no gozó de popularidad por encontrarse entre las características no mensurables del mundo. Pero será unas líneas más adelante, cuando me sumerja en la cuestión planteada por un contertulio: Si se usa el miedo como control social y hasta qué punto.
En este fragmentario repaso por la historia de la respuesta de la filosofía al miedo a la muerte, es inevitable conceder cierta extensión a la filosofía actual (denominada posmoderna). La posmodernidad se ha caracterizado por una ruptura con los ideales de la modernidad y la búsqueda de respuestas transcendentes que expliquen el modo en que el ser humano va más allá de sus condicionamientos biológicos. El filósofo a partir de Nietzsche y Marx desconfía de las ideas de libertad y dignidad, pilares fundamentales de la filosofía moderna. Estos valores son constructos  humanos que están al servicio bien de las ideologías de la clase dominante, bien de su necesidad de trascender su realidad inmanente.  La ciencia moderna y el capitalismo se han podido erigir como nuevas religiones que exigen fe y conformidad, sin darnos a cambio una respuesta sobre el sentido ni desvelarnos a qué fines sirven, imponiendo el instrumentalismo como patrón de relación con el mundo y con los demás seres. Ante esta situación la filosofía del siglo XX se  ha dedicado casi en exclusividad (salvo la filosofía más analítica) a deconstruir lo anterior y a poner en tela de juicio y relativizar lo que antes eran las bases de un vasto edificio.  El existencialismo, por ejemplo, ha dado un gran protagonismo al miedo a la muerte. Heidegger conceptualizó la finitud de la condición humana como “ser para la muerte”, enfatizando con ello que la conciencia de la mortalidad cincela nuestro ser de manera irreversible. Ante la realidad de nuestra muerte futura cabe tomarse en serio la propia existencia o dejarse arrastrar por la inercia de la vida rutinaria, enmascarando de este modo el significado radical de la propia existencia. Hay una insoslayable responsabilidad ante la propia vida que es inevitable sentir. Cada decisión libremente tomada determina nuestro camino y aún el no hacer nada es hacer algo, como expresaría Sartre. En este último filósofo el miedo a la muerte se exacerba hasta convertirse en una angustia vital que se expresa en forma de condena de la que no nos podemos zafar. Estamos condenados a la vida, estamos arrojados a la vida y a un tiempo a vivirla libremente, a dibujarla con nuestras decisiones. Esta condena de libertad es asfixiante y la causa de angustia ante la que estamos irremediablemente solos y desamparados. Dejemos ya esta senda. Espero haber pincelado al menos algo de lo que tantos siglos nos han dejado.


Y para finalizar acabaremos como empezó el café filosófico, centrándonos en el miedo como medio de manipulación social. Asumimos, tal y como se acordó por unanimidad, que el miedo es una estrategia de dominio y manipulación en manos del poder dominante. Así el poder se justifica; sobre todo legitima sus actos ante la anuencia general, por aberrantes que estos sean. Piénsese en el convulso siglo XX y las religiones políticas del comunismo y el nazismo tristemente plagadas de genocidios cometidos por degenerados delante mismo de las narices de su pueblo. El temor se dirige a lo extraño, ajeno, se buscan chivos expiatorios que representan el mal (el judío, el capital, el comunista, el terrorista, la crisis…), se parapeta a la gente en torno a engañosas señas de identidad y se les hace dependientes de la seguridad que sólo el poder puede proporcionar.  Hubo bastante acuerdo en el hecho de que el miedo social paraliza a las masas, que están de este modo a merced de los caprichos del manipulador. Pero quizá no estuvo tan claro de dónde procede el impulso que empuja a afrontarlo, si del individuo o de la sociedad. Es mi intención defender aquí que siempre emana del individuo, aunque se acabe por reflejar en el grupo.
La ontología de Spinoza, contra Descartes, resalta las pasiones como el motor fundamental en el ser humano. El Estado consigue la obediencia del pueblo merced a la manipulación los afectos de la esperanza y el miedo. Ambos son dos afectos complementarios, expresión de la alegría o la tristeza que brotan de la idea de una cosa futura o pretérita, respectivamente. Según Spinoza, la esperanza es preferible al miedo por la capacidad que tiene de transformar sujetos obedientes pasivos en obedientes activos, al pasar estos a la acción. Pero todavía no son sujetos plenamente libres a menos que se deshagan del dominio de sus afectos. Un orden político que sujeta a sus miembros, sea mediante la esperanza, sea mediante el miedo, no está aún compuesto por hombres libres, matiza el filósofo neerlandés. Un individuo libre es aquel que se ha desprendido ya del miedo y por eso mismo puede convertirse en peligroso para el Estado (para un estado totalitario o absolutista, pero quizá también para un estado democrático de hechura actual). Cabe comparar este planteamiento progresista y filantrópico, me atrevería a decir, con la visión hobbesiana del sujeto y del estado, mucho más pesimista. Para el filósofo inglés el ser humano tendía a la maldad y a la agresión del otro ser humano por naturaleza. La voluntad de poder y el deseo de preservar su libertad egoísta le inclinaba a la destrucción de la  libertad ajena. Por ese motivo, y en aras de evitar una guerra de todos contra todos, se hacía imprescindible la intervención de un monarca absoluto o Leviathan, que mediante el uso de la fuerza, asegurase la paz. El pacto establecido entre el sujeto y el monarca se basaba en el miedo que éste último despertaba en sus súbditos y la protección que a cambio de su sujeción éstos conseguían. En cambio, Spinoza, aunque admite que esta situación fuera frecuente, no niega la posibilidad de la existencia de un orden político en el que los ciudadanos, en el libre ejercicio de su razón, se persuadiesen de la conveniencia de prestar obediencia a un monarca para el mantenimiento de su libertad  y de este modo consentir en su autoridad por razón y no por miedo (Ver Agustín Volco).
Algunas personas se planteaban la falta de recursos de los sujetos (sobre todo en una sociedad alienada) para romper con las cadenas del miedo, y apuntaban que la fuerza necesaria podrían encontrarla dentro de algún grupo de personas si no la hallaban en sí mismos. Pero imaginemos un individuo arrastrado literalmente por la masa esperanzada que se levanta contra el poder, un individuo que aún no ha dado el paso de pensar por sí mismo y tener criterio propio y que ha encontrado en los demás la fuerza que le falta. ¿Ha afrontado el miedo? ¿O ha buscado una identidad nueva, un sistema de defensa gremial para oponerse al poder al que antes era obediente con una renovada obediencia a la masa? Imaginemos al mismo individuo siguiendo sus propias convicciones, que resulta compartir con el resto de individuos con los que se reúne o asocia y con los que abraza un objetivo común.   Imaginemos a ese individuo no manipulado pasionalmente por ningún poder, político o social, sino siguiendo los dictados de su libertad racional, le lleve ésta a la obediencia o a la insurrección, solo o acompañado. Sólo así se afronta el miedo, y esta libertad emana de uno mismo.
Desde otro punto de vista, anclado en el materialismo histórico y las bases psicológicas del psicoanálisis, Erich Fromm incide en lo mismo en su obra Miedo a la libertad. El propósito de este sociólogo y filósofo de la escuela de Frankfurt es dar respuesta a uno de las mayores perplejidades a las que condujeron las guerras mundiales y el holocausto en el siglo XX: ¿Cómo un pueblo entero se somete voluntariamente a un dictador como Hitler o Stalin, capaces de los genocidios más reprobables, sin sentir aberración ni rechazo por la pérdida de su libertad individual? ¿Qué hace deseable el sometimiento de una nación ante un tirano? (Interrogante que desgraciadamente sigue siendo de actualidad) Las conclusiones de Erich Fromm no disienten de lo que Spinoza considera el motor de cohesión en un sistema político de ciudadanos sujetos  y dependientes que aún no han conquistado su libertad. Si el filósofo neerlandés hablaba de la sujeción por los afectos del miedo o la esperanza, el alemán nos habla del miedo a la libertad propia y la dependencia de la autoridad ajena como una salida a dicho miedo. Tanto la rendición ante el autoritarismo como la conformidad automática con un sistema político perverso encuentran su razón de ser en la evasión del individuo de su libertad individual, que se ha convertido en un fardo muy pesado de llevar. Las palabras exactas con las que el autor explica la tendencia al autoritarismo (sea tanto para ejercerlo como para aceptarlo) son muy oportunas al hilo de nuestra particular discusión, en la que nos preguntábamos por el origen de la fuerza que permite al individuo afrontar el miedo. ¿Esa fuerza emana del sujeto o de la unión con el grupo? Fijaros en lo que dice:
El primer mecanismo de evasión de la libertad que trataremos es el que consiste en la tendencia a abandonar la independencia del yo individual propio, para fundirse con algo, o alguien, exterior a uno mismo, a fin de adquirir la fuerza de que el yo individual carece: o, con otras palabras, la tendencia a buscar nuevos vínculos secundarios como sustitutos de los primarios que se han perdido. (177)
En la argumentación de Erich Fromm las cada vez más altas cotas de libertad que el individuo moderno ha ido conquistando a partir del surgimiento del sistema capitalista han tenido una paradójica contrapartida. A la vez que la libertad individual se iba perfilando, desvinculándose el nuevo individuo moderno de viejos y medievales vínculos primarios con la familia, el estrato social, el gremio, la autoridad eclesiástica o el señor feudal; éste se iba encontrando cada  vez más solo y desamparado ante el mundo. Al enflaquecer su sentido de pertenencia al grupo aumentaba su sentimiento de insignificancia e impotencia. La libertad negativa que iba conquistando (“libertad de” o liberación ante impedimentos de su libertad) no iba correlativamente pareja con la libertad positiva (“libertad para” o voluntad libre de acción y realización personal). El análisis de Erich Fromm es realmente pormenorizado y complejo, y le hace discurrir por la historia reciente de Europa, en su paso de la sociedad medieval a la capitalista, gracias al impulso dado por las nuevas ideologías religiosas emanadas de Lutero y Calvino. Además, como dijimos, aúna el análisis sociológico con el psicológico, imprescindible para él para comprender cómo una ideología determinada puede calar en el espíritu de un pueblo o una clase en un momento dado. Lo que aquí nos interesa resaltar es el hecho de que la libertad individual arroja a los sujetos a pensar por sí mismos, a seguir su propio criterio, algo que puede atemorizarnos por el exceso de responsabilidad que supone y llevarnos a buscar el refugio de una nueva adhesión. Si la iglesia o la familia ya no estaban legitimadas para aportar una vía para la salvación personal y el capitalismo exigía adoración plena, sin proveernos de fines para nuestra vida más allá de la propia retroalimentación del capital, el ciudadano de clase media se encontraba solo ante el peligro y el terreno estaba más que abonado para que éste entregase su alma a un líder que supiera captar y encauzar sus más inconfesables temores. ¿Estamos ahora en una situación similar o algo ha cambiado desde entones?
Noam Chomsky elaboró una lista de 10 estrategias de manipulación a través de los medios que bien podrían servirnos aquí para reincidir en lo que estoy tratando de defender: que la única forma de afrontar el miedo es sacando el coraje de uno mismo. Por supuesto no ignora el hecho de que  utilizar el aspecto emocional es mucho más efectivo que la reflexión. También menciona el paternalismo con el que se dirigen los medios a la audiencia, la inopia en la que es preferible mantener al espectador, los problemas ficticios que se crean mediáticamente para después ofrecer las soluciones idóneas, etc. Cuando llegamos al décimo punto de la lista se puede leer el aspecto más crucial de esa manipulación mediática: “Conocer a los individuos mejor de lo que ellos mismos se conocen”. El neuromárketing, por ejemplo, ha jugado a favor de esta décima estrategia de dominio por los medios, al aportar conocimiento sustantivo sobre el comportamiento de los individuos ante la publicidad, aunando avances de la neurobiología, la psicología, etc. El sistema así es capaz de ejercer un control mayor sobre los individuos, mayor del que los individuos pueden ejercer sobre sí mismos. Y esto me lleva de regreso a Krishnamurti (y a la máxima del oráculo de Delfos “conócete a ti mismo”). No nos queda más remedio que ejercitarnos en el autoconocimiento si no queremos estar en las manos de agentes externos que puedan manipularnos bajo la consigna de que conocen lo mejor para nosotros. El conocimiento propio es el comienzo de la sabiduría, y ésta es el fin del miedo.  Esta es una tarea tan única e intransferible que ninguna persona o personas, por eruditas o ilustres, podrían hacerlo por cada uno de nosotros.
SAPERE AUDE



Lorena Serrano


BIBLIOGRAFÍA:

Ferry, Luc. Aprender a vivir. Filosofía para mentes jóvenes. Madrid: Santillana, 2007.
Fromm, Erich. Miedo a la libertad (1941). Buenos Aires: Paidós, 1968.
Krishnamurti,Jiddu. La libertad primera y última. Barcelona: Kairós, 1996.
 Volco, Agustín. “Pasiones políticas y antipolíticas:  miedo y esperanza en Spinoza”

jueves, 17 de mayo de 2012

APLAZADA la sesión sobre el MIEDO

Como ya avisamos, aplazamos una semana la sesión 3D sobre el miedo.
La cita será no el tercero sino el cuarto domingo, día 27 de mayo, a las 5 y media, en el Penicilino.