EL MIEDO
Esta
vez daré inicio al comentario con las intervenciones que surgieron en los
últimos minutos del café filosófico moderado por Oliver, una vez concluido el
ejercicio de argumentación dirigida. Dos ideas me llamaron la atención y
quedaron retumbando en mi cabeza, de modo que decidí darles el protagonismo
exigido. Una es la matizada comparación entre miedo a lo no experimentado y
miedo a lo desconocido. Otra es el esfuerzo que implica vencer el miedo.
Rumiando sobre ambas ideas fui a parar a un autor quizá poco conocido en los
círculos filosóficos académicos, en los que veo como una pérdida la escasa
atención concedida a pensadores orientales como el que traigo a colación: Juddi
Krishnamurti. He de reconocer, en cambio, que lo acabo de descubrir y no puedo
considerarme una entendida en su filosofía; pero lo que he leído en sus libros
ha sido suficientemente relevante como para concederle un lugar privilegiado en
mi elenco personal de autores favoritos.
Juddi
nos arroja a un primer desconcierto cuando afirma: “El miedo existe mientras
hay acumulación de lo conocido” (La
libertad primera y última, 86). Y aún sacude un poco más nuestros esquemas
mentales occidentales con esta otra sentencia:
El miedo no puede vencerse
mediante ninguna forma de disciplina o resistencia. […] Tampoco puede uno librarse del miedo buscando una
respuesta, o por medio de una simple explicación intelectual o verbal. (197)
¿No
es sorprendente la forma en la que anula dos de las ideas más arraigadas sobre
nuestra percepción del miedo, a saber, que el miedo es a lo que no se ha
conocido o experimentado aún y que superarlo implica un esfuerzo? (Pienso, por
cierto, en las terapias de corte cognitivo-conductual, que aplican ciertos
ejercicios de exposición o de racionalización para que el paciente supere
alguna fobia. Inevitablemente eso implica un trabajo, un esfuerzo.)
Vayamos
por partes. Cuando hablamos del miedo no estamos especificando a qué tipo de
miedo nos estamos refiriendo, ni en qué grado. Muy acertadamente se reparó en
que entre el miedo, el temor, el pavor, el pánico, etc, existen diferencias de
grado que se traducen finalmente en distintos niveles de parálisis, añadiría yo.
Me atrevería incluso a apuntar que esas diferencias de nivel se relacionan con
la distinta naturaleza de aquello que se teme. Se pueden temer hechos
concretos, conceptos o ideas.También se matizó que el miedo puede dirigirse a
muchos objetos, acciones o conceptos como origen y causa de su aparición: miedo
a las arañas, miedo a volar, miedo social o miedo a los otros, miedo a la
muerte. Pero, ¿qué tienen en común todos estos tipos de miedo? Juddi nos da una
respuesta convincente a esta pregunta. Lo que todos los miedos comparten es su
carácter relacional, el hecho de que el
miedo no puede existir aisladamente como una abstracción, sino siempre en
relación a algo. La misma estructura lingüística lo refleja con el uso de las preposiciones “a”/”de” que
acompañan al sustantivo miedo para poder completar su sentido: Miedo a esto o
miedo de aquello. Y eso refleja que el miedo se basa principalmente en la
relación doliente que establece el sujeto que teme con el objeto temido.
El
miedo a las arañas está basado en una relación nada placentera del fóbico con
el insecto en cuestión. En este caso se trata de un objeto claro con el que sí
puede haber entrado en contacto la persona previamente. Una mala experiencia
con una araña puede haber desencadenado un miedo enquistado o fobia que es
capaz de hacer revivir el miedo ya sentido en una determinada situación aun
cuando no esté presente ya ninguna araña.
El
miedo a volar consiste en una relación llena de displacer que establece el individuo
con el concepto de volar. Puede no haberse metido jamás en un avión, pero tiene
referencias suficientes (relatos de otros, lecturas, imágenes televisadas) para
saber en qué consiste y anticiparse a sus posibles sensaciones de hallarse en
ese contexto. No ha habido experiencia de volar, pero sí ha habido inferencia
suficientemente fundada para saber que esa experiencia no la quiere en su vida
y que le produce miedo.
El
miedo a la muerte es el miedo a una
idea. La muerte significa el fin de nuestra persona, sostén que posibilita toda sensación placentera (también dolorosa)
y resumen de todo lo que somos. Nadie que haya experimentado la muerte puede ya
contarlo. Aunque sí que parece haber experiencias cercanas a ella, sobre todo
en casos de enfermedades reversibles, trágicos accidentes o episodios
catatónicos, no podemos considerarlas experiencias de la muerte como tal. No se
conoce a nadie que haya resucitado y nos haya confirmado racionalmente lo que
ha pasado en ese tránsito. (La fe en la resurrección de Cristo no puede
defenderse racionalmente y aquí estamos haciendo ejercicios racionales, lamento
la decepción…). Sobre la muerte no hay más evidencia que el cadáver inerte,
pero quien pudiera haberla vivido ya no puede referirnos nada al respecto.
Volvamos
pues a nuestra senda. Acabamos de ver cómo el miedo puede estar provocado por
un hecho, un concepto o una idea. Sobre el hecho hay experiencia directa, sobre
el concepto hay experiencia diferida, sobre la idea hay inferencias únicamente.
Los tres tipos de miedo, según mi punto de vista, establecen también
gradaciones posibles. Es más fácil perderle al miedo a una araña que a la
muerte. A la araña tendremos ocasión de encontrárnosla y quizá algún día
estemos fortalecidos contra ella y no temblemos ante su presencia. La muerte
planeará siempre sobre nuestras cabezas como un insondable inquietante y
perturbador. Si pudiéramos ver a la dama de la guadaña como relatan los cuentos
quizá encontraríamos el modo de burlarla. Apunto esta idea de que se podría
establecer una gradación del miedo según su origen sea un hecho, un concepto o
una idea. Sólo lo apunto, porque hay otros factores que lo complican. El miedo
se acumula, el miedo engendra más miedo, el miedo dirigido a algo puede girar
en un bucle y acabar convirtiéndose en miedo al miedo, y un largo etcétera.
Pero no es mi intención hacer un análisis psicológico del miedo. A donde quería
llegar es a que la experiencia o falta de experiencia no parece ser el desencadenante de todos los
tipos de miedo. Ni siquiera el factor principal. Retornemos a Krishnamurti y su
insólita afirmación de que el miedo es siempre a la acumulación de lo conocido.
Lo que temo es perder aquello que conozco (y lo conozco porque lo he vivido o
experimentado en primer lugar), que desaparezca el cúmulo de cosas que me
brindan satisfacción habitualmente, que se esfume para siempre la fuente de mi
placer.
Conocer es tener ideas,
opiniones sobre las cosas, tener un sentido de continuidad de lo conocido, y
nada más. Las ideas son recuerdos, resultados de la experiencia, la cual es
respuesta al reto. Siento temor de lo conocido, lo que significa que temo perder
personas, cosas o ideas, que temo descubrir lo que soy, que temo hallarme sin
saber qué hacer, que temo el dolor que pudiera sobrevenir cuando haya perdido o
no haya ganado, o no tenga más placer. (85)
La
vida es contingente y cambiante. Nosotros tendemos a acumular cosas para
resistirnos a ese cambio permanente y es entonces cuando surge el miedo por
perder todos esos pertrechos con los que nos hemos provisto; por tanto el miedo
surge por la “no aceptación de lo que es”. Nótese que esta afirmación de nuestro
autor es igualmente abrazada por los filósofos estoicos, algo que veremos más
adelante.
¿Hay
que vencer el miedo de alguna forma? Según Krishnamurti el proceso de intentar
vencer el miedo nos conduce a más miedo, autoprotección y necesidad de seguridad
frente al mismo, lo cual recrudece el miedo porque nos aleja de su comprensión.
Estableciendo defensas contra un temor acabamos creando más conflicto. Querer
eliminar, suprimir, sustituir el miedo crea más resistencia al mismo. La única
vía es la de su comprensión, para lo cual tenemos que ver, sentir y
experimentar con claridad aquello que tememos.
El medio más eficaz es afrontar el hecho, entrar en relación directa con
él, en perfecta comunión con lo temido. Ahora se entenderá mejor por qué puedo
enfrentarme más fácilmente al miedo ante un hecho que al miedo ante un concepto
o idea, pues es difícil estar cara a cara con lo que sólo existe en mi mente. Como se ve, la vía privilegiada de
afrontamiento señalada es la emocional frente a la racional, la comprensión
frente a la acción.
¿Qué
ha dicho la filosofía sobre el miedo? El miedo a la muerte aglutina todos los
miedos posibles por ser la pérdida más radical, la del propio ser. Además, es
una de las preguntas fundamentales que se plantea el ser humano, aquella sobre
la razón de la existencia y la condición finita y limitada de la propia vida. De
mano del filósofo Luc Ferry haremos un recorrido por algunos de los hitos más
importantes de la historia de la filosofía fijándonos exclusivamente en la respuesta
que han dado los filósofos en diferentes momentos históricos a esta pregunta
tan fundamental: ¿qué puedo hacer con mi miedo a la muerte? Y en nuestra
singladura comenzaremos por los estoicos. No es desdeñable la similitud
existente entre estos filósofos y la filosofía budista. En último término debo
dirigirme hacia la aceptación de lo que es, sentirme reconciliado/a con los
hechos y con lo que me rodea. Para los estoicos el mundo muestra una
composición perfecta, como fiel reflejo de la naturaleza; cada cosa se
encuentra ocupando su justo lugar. Un hecho luctuoso también forma parte de la
armonía del mundo, por lo tanto es absurdo ofuscarme o entristecerme por ello,
pues hay una razón (logos) que lo explica y justifica. La naturaleza es
cambiante, todo está sujeto al orden temporal. En este constante devenir es muy
frecuente que el ser humano busque asideros en el pasado, aferrándose a los
recuerdos, o en el futuro, esperanzándose con planes venideros. Pero ambas
cosas echan a perder lo único que es real y debería interesarme: el momento
presente. Séneca en sus Epístolas morales
a Lucilio sentencia:
Hay que guardarse de estas
dos cosas: el miedo al porvenir y el recuerdo de antiguos males. Estos últimos
ya no me conciernen y el porvenir aún no me concierne.
Igualmente
insistió sobre esto Marco Aurelio en sus Meditaciones.
Oliver ha mencionado en más de una ocasión la pragmática explicación
epicúrea de por qué el absurdo de temer a la muerte; en cierta medida también
basada en esta idea estoica y budista de vivir el momento presente sin
preocuparse por el devenir. Afirma Epicuro
que la muerte no ha de temerse pues mientras existimos ella no está y cuando
viene nosotros ya no existimos. Para los estoicos, además, la muerte no es el
fin, sino un tránsito de una vida personal a otra naturalizada en la que nos
unimos con el orden del cosmos como fragmento impersonal del mismo.
Las
similitudes entre el estoicismo y el budismo continúan también en la filosofía
del desapego. Epicteto insiste en la necesidad de romper rápidamente con las
cosas y las personas a las que nos apegamos, pues todo ha de desaparecer tarde
o temprano. Soltar lastre se impone como una necesidad en un mundo en el que no
hay nada estable, salvo el hecho de que todo va a desaparecer. Como indicaba
Krishnamurti, el exceso de acumulación de lo conocido y, sobre todo, el
apegarnos a ello es lo que nos produce miedo, y una vida con miedo no es una
vida feliz.
A
uña de caballo seguimos nuestra senda, esta vez deteniéndonos brevemente en la
filosofía cristiana. Esta vez el miedo del hombre ante las vicisitudes de la vida
y la muerte es contrarrestado por el amor. El amor a Cristo, hombre que murió
sacrificándose por nosotros y obtuvo la recompensa de la resurrección de la
carne; y el amor de las cosas en Dios. Veamos qué se entiende por amor en Dios
según las palabras de San Agustín:
Señor, bienaventurados aquellos que te aman, que aman a
su amigo en ti y se convierten en rivales por tu amor. Pues el único que no
pierde a uno solo de sus amigos es el que los ama en Aquel a quien jamás se
puede perder. ¿Y quién es Aquel sino nuestro Dios? […]Nadie te pierde, Señor,
mas que quien te abandona.
Nada
se pierde si se mantiene la fe en Dios y se ama a los seres queridos en Dios,
es decir, se los ama por lo que de inmortal hay en ellos, por lo que tienen de
similar con Dios. Ahora ya no es la razón la herramienta esclarecedora, sino la
fe y la esperanza en un ser personal y superior que nos garantiza la vida
eterna, no ya diluyéndonos en un todo cósmico como en el estoicismo, sino
manteniendo nuestra persona y la de nuestros seres queridos intactas.
La
modernidad hizo tambalearse los cimientos tanto de la antigüedad clásica como
del cristianismo. Grosso modo ni la
armonía de la naturaleza ni un ser supremo están ya legitimados para proveer
las respuestas y calmar el miedo a la muerte. La transformación fue lenta, no
exenta de revoluciones empero, y los autores numerosos, pero todo ello puede
resumirse burdamente en la idea de que a partir de entonces será el hombre el
centro de toda respuesta (emblema del humanismo). Si bien no desaparecen las
religiones y muchos de los filósofos modernos son religiosos, la esperanza
recae en un método nuevo y muy prometedor, capaz de explicar el mundo y de
descubrir las leyes que rigen el universo en su conjunto. No habéis fallado, se
trata de la ciencia moderna. Si ya no podemos mantener la creencia en la vida
eterna, al menos nuestro entendimiento basado en una razón laica nos permite
comprender mejor la vida terrena, sus leyes y relaciones de causa-efecto entre
los fenómenos. Si ya no cabe la aceptación estoica ni la resignación cristiana,
sí el deber moral basado en la condición humana y su dignidad, esencialmente
igual en todos los hombres. Podríamos
hablar de autores como Descartes, Kant; científicos como Galileo o Newton. Por
preferencia personal, en cambio, me gustaría hacer un alto en Spinoza, por ser
un autor que concedió justa importancia a los afectos en su filosofía, algo que
desde Descartes no gozó de popularidad por encontrarse entre las características
no mensurables del mundo. Pero será unas líneas más adelante, cuando me sumerja
en la cuestión planteada por un contertulio: Si se usa el miedo como control
social y hasta qué punto.
En
este fragmentario repaso por la historia de la respuesta de la filosofía al
miedo a la muerte, es inevitable conceder cierta extensión a la filosofía
actual (denominada posmoderna). La posmodernidad se ha caracterizado por una
ruptura con los ideales de la modernidad y la búsqueda de respuestas
transcendentes que expliquen el modo en que el ser humano va más allá de sus
condicionamientos biológicos. El filósofo a partir de Nietzsche y Marx
desconfía de las ideas de libertad y dignidad, pilares fundamentales de la
filosofía moderna. Estos valores son constructos humanos que están al servicio bien de las
ideologías de la clase dominante, bien de su necesidad de trascender su
realidad inmanente. La ciencia moderna y
el capitalismo se han podido erigir como nuevas religiones que exigen fe y
conformidad, sin darnos a cambio una respuesta sobre el sentido ni desvelarnos
a qué fines sirven, imponiendo el instrumentalismo como patrón de relación con
el mundo y con los demás seres. Ante esta situación la filosofía del siglo XX
se ha dedicado casi en exclusividad
(salvo la filosofía más analítica) a deconstruir lo anterior y a poner en tela
de juicio y relativizar lo que antes eran las bases de un vasto edificio. El existencialismo, por ejemplo, ha dado un
gran protagonismo al miedo a la muerte. Heidegger conceptualizó la finitud de
la condición humana como “ser para la muerte”, enfatizando con ello que la
conciencia de la mortalidad cincela nuestro ser de manera irreversible. Ante la
realidad de nuestra muerte futura cabe tomarse en serio la propia existencia o
dejarse arrastrar por la inercia de la vida rutinaria, enmascarando de este
modo el significado radical de la propia existencia. Hay una insoslayable responsabilidad
ante la propia vida que es inevitable sentir. Cada decisión libremente tomada
determina nuestro camino y aún el no hacer nada es hacer algo, como expresaría
Sartre. En este último filósofo el miedo a la muerte se exacerba hasta
convertirse en una angustia vital que
se expresa en forma de condena de la que no nos podemos zafar. Estamos
condenados a la vida, estamos arrojados a la vida y a un tiempo a vivirla
libremente, a dibujarla con nuestras decisiones. Esta condena de libertad es
asfixiante y la causa de angustia ante la que estamos irremediablemente solos y
desamparados. Dejemos ya esta senda. Espero haber pincelado al menos algo de lo
que tantos siglos nos han dejado.
Y
para finalizar acabaremos como empezó el café filosófico, centrándonos en el
miedo como medio de manipulación social. Asumimos, tal y como se acordó por
unanimidad, que el miedo es una estrategia de dominio y manipulación en manos
del poder dominante. Así el poder se justifica; sobre todo legitima sus actos
ante la anuencia general, por aberrantes que estos sean. Piénsese en el
convulso siglo XX y las religiones políticas del comunismo y el nazismo
tristemente plagadas de genocidios cometidos por degenerados delante mismo de
las narices de su pueblo. El temor se dirige a lo extraño, ajeno, se buscan
chivos expiatorios que representan el mal (el judío, el capital, el comunista,
el terrorista, la crisis…), se parapeta a la gente en torno a engañosas señas
de identidad y se les hace dependientes de la seguridad que sólo el poder puede
proporcionar. Hubo bastante acuerdo en
el hecho de que el miedo social paraliza a las masas, que están de este modo a
merced de los caprichos del manipulador. Pero quizá no estuvo tan claro de
dónde procede el impulso que empuja a afrontarlo, si del individuo o de la
sociedad. Es mi intención defender aquí que siempre emana del individuo, aunque
se acabe por reflejar en el grupo.
La
ontología de Spinoza, contra Descartes, resalta las pasiones como el motor
fundamental en el ser humano. El Estado consigue la obediencia del pueblo
merced a la manipulación los afectos de la esperanza y el miedo. Ambos son dos
afectos complementarios, expresión de la alegría o la tristeza que brotan de la
idea de una cosa futura o pretérita, respectivamente. Según Spinoza, la
esperanza es preferible al miedo por la capacidad que tiene de transformar
sujetos obedientes pasivos en obedientes activos, al pasar estos a la acción.
Pero todavía no son sujetos plenamente libres a menos que se deshagan del
dominio de sus afectos. Un orden político que sujeta a sus miembros, sea
mediante la esperanza, sea mediante el miedo, no está aún compuesto por hombres
libres, matiza el filósofo neerlandés. Un individuo libre es aquel que se ha
desprendido ya del miedo y por eso mismo puede convertirse en peligroso para el
Estado (para un estado totalitario o absolutista, pero quizá también para un
estado democrático de hechura actual). Cabe comparar este planteamiento
progresista y filantrópico, me atrevería a decir, con la visión hobbesiana del
sujeto y del estado, mucho más pesimista. Para el filósofo inglés el ser humano
tendía a la maldad y a la agresión del otro ser humano por naturaleza. La
voluntad de poder y el deseo de preservar su libertad egoísta le inclinaba a la
destrucción de la libertad ajena. Por
ese motivo, y en aras de evitar una guerra de todos contra todos, se hacía
imprescindible la intervención de un monarca absoluto o Leviathan, que mediante
el uso de la fuerza, asegurase la paz. El pacto establecido entre el sujeto y
el monarca se basaba en el miedo que éste último despertaba en sus súbditos y
la protección que a cambio de su sujeción éstos conseguían. En cambio, Spinoza,
aunque admite que esta situación fuera frecuente, no niega la posibilidad de la
existencia de un orden político en el que los ciudadanos, en el libre ejercicio
de su razón, se persuadiesen de la conveniencia de prestar obediencia a un
monarca para el mantenimiento de su libertad y de este modo consentir en su autoridad por
razón y no por miedo (Ver Agustín Volco).
Algunas
personas se planteaban la falta de recursos de los sujetos (sobre todo en una
sociedad alienada) para romper con las cadenas del miedo, y apuntaban que la fuerza
necesaria podrían encontrarla dentro de algún grupo de personas si no la
hallaban en sí mismos. Pero imaginemos un individuo arrastrado literalmente por
la masa esperanzada que se levanta contra el poder, un individuo que aún no ha
dado el paso de pensar por sí mismo y tener criterio propio y que ha encontrado
en los demás la fuerza que le falta. ¿Ha afrontado el miedo? ¿O ha buscado una
identidad nueva, un sistema de defensa gremial para oponerse al poder al que
antes era obediente con una renovada obediencia a la masa? Imaginemos al mismo
individuo siguiendo sus propias convicciones, que resulta compartir con el
resto de individuos con los que se reúne o asocia y con los que abraza un
objetivo común. Imaginemos a ese
individuo no manipulado pasionalmente por ningún poder, político o social, sino
siguiendo los dictados de su libertad racional, le lleve ésta a la obediencia o
a la insurrección, solo o acompañado. Sólo así se afronta el miedo, y esta
libertad emana de uno mismo.
Desde
otro punto de vista, anclado en el materialismo histórico y las bases
psicológicas del psicoanálisis, Erich Fromm incide en lo mismo en su obra Miedo a la libertad. El propósito de
este sociólogo y filósofo de la escuela de Frankfurt es dar respuesta a uno de
las mayores perplejidades a las que condujeron las guerras mundiales y el
holocausto en el siglo XX: ¿Cómo un pueblo entero se somete voluntariamente a
un dictador como Hitler o Stalin, capaces de los genocidios más reprobables,
sin sentir aberración ni rechazo por la pérdida de su libertad individual? ¿Qué
hace deseable el sometimiento de una nación ante un tirano? (Interrogante que
desgraciadamente sigue siendo de actualidad) Las conclusiones de Erich Fromm no
disienten de lo que Spinoza considera el motor de cohesión en un sistema
político de ciudadanos sujetos y
dependientes que aún no han conquistado su libertad. Si el filósofo neerlandés
hablaba de la sujeción por los afectos del miedo o la esperanza, el alemán nos
habla del miedo a la libertad propia y la dependencia de la autoridad ajena
como una salida a dicho miedo. Tanto la rendición ante el autoritarismo como la
conformidad automática con un sistema político perverso encuentran su razón de
ser en la evasión del individuo de su libertad individual, que se ha convertido
en un fardo muy pesado de llevar. Las palabras exactas con las que el autor
explica la tendencia al autoritarismo (sea tanto para ejercerlo como para
aceptarlo) son muy oportunas al hilo de nuestra particular discusión, en la que
nos preguntábamos por el origen de la fuerza que permite al individuo afrontar
el miedo. ¿Esa fuerza emana del sujeto o de la unión con el grupo? Fijaros en
lo que dice:
El primer mecanismo de
evasión de la libertad que trataremos es el que consiste en la tendencia a
abandonar la independencia del yo individual propio, para fundirse con algo, o
alguien, exterior a uno mismo, a fin de adquirir la fuerza de que el yo
individual carece: o, con otras palabras, la tendencia a buscar nuevos vínculos secundarios como sustitutos de
los primarios que se han perdido. (177)
En
la argumentación de Erich Fromm las cada vez más altas cotas de libertad que el
individuo moderno ha ido conquistando a partir del surgimiento del sistema
capitalista han tenido una paradójica contrapartida. A la vez que la libertad
individual se iba perfilando, desvinculándose el nuevo individuo moderno de
viejos y medievales vínculos primarios con la familia, el estrato social, el
gremio, la autoridad eclesiástica o el señor feudal; éste se iba encontrando
cada vez más solo y desamparado ante el
mundo. Al enflaquecer su sentido de pertenencia al grupo aumentaba su
sentimiento de insignificancia e impotencia. La libertad negativa que iba
conquistando (“libertad de” o liberación ante impedimentos de su libertad) no
iba correlativamente pareja con la libertad positiva (“libertad para” o
voluntad libre de acción y realización personal). El análisis de Erich Fromm es
realmente pormenorizado y complejo, y le hace discurrir por la historia reciente
de Europa, en su paso de la sociedad medieval a la capitalista, gracias al
impulso dado por las nuevas ideologías religiosas emanadas de Lutero y Calvino.
Además, como dijimos, aúna el análisis sociológico con el psicológico,
imprescindible para él para comprender cómo una ideología determinada puede
calar en el espíritu de un pueblo o una clase en un momento dado. Lo que aquí
nos interesa resaltar es el hecho de que la libertad individual arroja a los
sujetos a pensar por sí mismos, a seguir su propio criterio, algo que puede
atemorizarnos por el exceso de responsabilidad que supone y llevarnos a buscar
el refugio de una nueva adhesión. Si la iglesia o la familia ya no estaban
legitimadas para aportar una vía para la salvación personal y el capitalismo exigía
adoración plena, sin proveernos de fines para nuestra vida más allá de la
propia retroalimentación del capital, el ciudadano de clase media se encontraba
solo ante el peligro y el terreno estaba más que abonado para que éste
entregase su alma a un líder que supiera captar y encauzar sus más
inconfesables temores. ¿Estamos ahora en una situación similar o algo ha
cambiado desde entones?
Noam
Chomsky elaboró una lista de 10 estrategias de manipulación a través de los
medios que bien podrían servirnos aquí para reincidir en lo que estoy tratando
de defender: que la única forma de afrontar el miedo es sacando el coraje de
uno mismo. Por supuesto no ignora el hecho de que utilizar el aspecto emocional es mucho más
efectivo que la reflexión. También menciona el paternalismo con el que se
dirigen los medios a la audiencia, la inopia en la que es preferible mantener
al espectador, los problemas ficticios que se crean mediáticamente para después
ofrecer las soluciones idóneas, etc. Cuando llegamos al décimo punto de la
lista se puede leer el aspecto más crucial de esa manipulación mediática:
“Conocer a los individuos mejor de lo que ellos mismos se conocen”. El
neuromárketing, por ejemplo, ha jugado a favor de esta décima estrategia de
dominio por los medios, al aportar conocimiento sustantivo sobre el
comportamiento de los individuos ante la publicidad, aunando avances de la
neurobiología, la psicología, etc. El sistema así es capaz de ejercer un
control mayor sobre los individuos, mayor del que los individuos pueden ejercer
sobre sí mismos. Y esto me lleva de regreso a Krishnamurti (y a la máxima del
oráculo de Delfos “conócete a ti mismo”). No nos queda más remedio que ejercitarnos
en el autoconocimiento si no queremos estar en las manos de agentes externos
que puedan manipularnos bajo la consigna de que conocen lo mejor para nosotros.
El conocimiento propio es el comienzo de la sabiduría, y ésta es el fin del
miedo. Esta es una tarea tan única e
intransferible que ninguna persona o personas, por eruditas o ilustres, podrían
hacerlo por cada uno de nosotros.
SAPERE
AUDE
Lorena
Serrano
BIBLIOGRAFÍA:
Ferry, Luc. Aprender a
vivir. Filosofía para mentes jóvenes. Madrid: Santillana, 2007.
Fromm, Erich.
Miedo a la libertad (1941). Buenos
Aires: Paidós, 1968.
Krishnamurti,Jiddu. La
libertad primera y última. Barcelona: Kairós, 1996.
Volco, Agustín. “Pasiones políticas y
antipolíticas: miedo y esperanza en
Spinoza”